ADELANTO

«LA CREADORA: HIELO Y LLAMAS» HAIMI SNOWN

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

«Al fuego lo mata el agua, pero el agua puede arder. »

 

 

 

 

 

 

 

La luna había dejado de acompañarla. La suerte ya no estaba de su parte. Cada paso era un desafío. Los tacones de sus zapatos se clavaban en la nieve congelada que cubría la tierra. Los abetos eran obstáculos, las ramas intentaban detenerla. Su aliento incendiaba el aire, lo licuaba, y el frío lo transformaba en una lluvia de gotas heladas que le abofeteaba el rostro, mezclándose con sus lágrimas. Había perdido la chaqueta, pero no la necesitaba; su piel estaba en llamas.

 

Se detuvo en seco y agudizó los oídos.

 

Chilló en silencio, mordiéndose el puño para no soltar ningún sonido. No se escuchaban pasos detrás de ella, pero eso no significaba que no la estuviese siguiendo. Él podía moverse sin dejar rastro, podía convertirse en una sombra, podía…

 

—¡Te odio! —aulló, girando en círculo—. ¿Me escuchas? ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio!

 

Un destello de luz a su derecha hizo que su corazón se encogiera. No esperó a ver de qué se trataba. Luchó apresurada con las correas de los zapatos, tiró uno sin mirar a dónde, agarró el otro y empezó de nuevo a correr.

 

—Detente. —El mandato fue un susurro llevado hasta ella por las alas del viento.

 

Continuó la carrera, agitando a la vez la cabeza en negación. No sabía si él la veía, no sabía cómo de cerca estaba, pero no pensaba escucharlo. No se detendría.

 

Las ramas inmovilizaban sus brazos, las agujas de los abetos se clavaban en su piel para estallar en llamas al instante. Sus talones dejaban hoyos en la nieve y detrás de ella se formaba un sendero de infierno. El bosque ardía. Su corazón brincaba con cada chasquido y crepitar. El humo era espeso y mentolado, y se lo tragaba con cada inhalación.

 

—Por favor, detente. Detente ahora, o será demasiado tarde. —El sonido vino de todas partes, mareándola.

 

Se paró y procuró ver a través de la oscuridad, mirando a todas partes en un intento de encontrar una escapatoria.

 

«No la hay», sollozó en su interior.

 

La desesperanza la venció. Sus rodillas fallaron y se cayó de bruces. La marca de la parte de atrás de su cuello la quemó, avisándola de que se encontraba ante un peligro inminente.

 

Lo sintió antes de verlo. El aire se hizo pesado y chispas multicolores se contorsionaron en una espiral vertiginosa hasta que tomaron su forma.

 

Y entonces quedó solo el silencio, tan agudo que sus oídos zumbaron. Podía ver las llamas, sabía que debía escuchar los crujidos de la madera quemándose, pero no oía nada aparte del sonido ensordecedor de su corazón y su aliento jadeante.

 

—No te acerques —gruñó de rodillas, usando el zapato como un arma con el tacón hacia afuera.

 

Intentó controlar el llanto y no escuchar a la voz demoníaca que chillaba burlona por encima de los pensamientos coherentes. No podía detenerlo con un tacón. Nada podía hacerlo.

 

A pocos metros, él levantó las palmas.

 

—No me acercaré si es lo que deseas, pero debes detenerte. Ahora mismo. Estarás atrapada si avanzas más.

 

Carcajadas amargas brotaron de su garganta y su voz sonó aguda al hablar.

 

—¿Por qué debería creerte? Me mentiste desde el primer segundo en que te conocí.

 

—Intentaba protegerte. —Él no se movió, sus ojos estaban inquietos y se paseaban por encima de ella, a los lados y hacia atrás. Su voz sonó cansada, pero guardaba la fina ronquera de su usual timbre hipnotizador.

 

—¡Intentabas protegerte a ti mismo! —espetó, mientras se incorporaba con dificultad. Debía alejarse de aquel lugar. Debía alejarse de todos ellos.

 

—Me importas —dijo él, deteniendo su mirada en ella.

 

Fue como si estuviera viendo la luz del Más Allá. El sentimiento cálido, el cambiar de la gravedad. Quiso dejarse ir, abandonarse a la deriva.

 

No se lo permitió. Su corazón se agrietó. Su energía, que se había calmado en el momento de la caída, volvió a nacer, corriendo a través de sus venas como si hubiera despertado un nido de serpientes de fuego.

 

Tragó en seco y retrocedió dos pasos.

 

—No. —Agitó la cabeza, pero no pudo ahuyentar las lágrimas que le nublaban la vista—. No te creo.

 

—Podemos hacerlo. —Él enlazó los dedos en su nuca sin perderla de vista—. Juntos podemos lidiar con todo. Te lo prometo. —Había un tono de urgencia en su voz y en su mirada, que brillaba con una mezcla de desesperación y fastidio.

 

—¡Mentiroso! —gritó, amenazándolo con el tacón—. ¡Les mentiste a todos! ¡Te pregunté y me lo negaste! ¡Te ofrecí mi ayuda! ¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Cómo puede ser…? —Se detuvo—. ¿Sabes qué? No me importa.

 

—¡Detente! —él vociferó—. Sabes lo de la valla que protege el Corazón. Está justo a tu espalda. No des otro paso atrás —pidió.

 

Quería escucharlo. Quería creerlo. Se cogió la cabeza entre las manos y cerró los ojos en un intento de usar la lógica. Al mismo tiempo que con la conversación, pensamientos ajenos atacaban su mente y los gritos histéricos se mezclaban con sus propias ideas hasta el punto de no poder distinguir cuál le pertenecía.

 

—¡¿Qué debo elegir?! —chilló—. ¿Cuáles eran tus planes conmigo? ¿En qué bando estás? —Agitó la mano con frenesí y el movimiento la desequilibró.

 

—¡No!

 

El gruñido de él llegó distorsionado a sus oídos, como si el sonido hubiera sido detenido en el espacio y en el tiempo.

 

Su cuerpo se echó hacia atrás y ondas pesadas la envolvieron como una manta que tiraba de su cuerpo y a la vez lo sostenía. Durante un segundo eterno la energía del lugar la mantuvo en la misma posición, con la espalda arqueada, las manos alzadas y la cabeza inclinada cerca de un hombro. Escuchó un nuevo «no» susurrado que fue el detonante de su caída. El hielo estalló a su alrededor cuando sus rodillas golpearon el suelo. El contacto con la tierra trajo el dolor. Millones de esquirlas heladas atravesaron su piel. Intentó moverse, pero era como si el aire hubiese adquirido viscosidad y se adhiriese a sus miembros. Sus dedos se petrificaron, se tornaron de un color azulado, y el zapato se le escapó. Jadeó y las agujas penetraron en su garganta, tomando el camino hacia abajo, en el interior de su cuerpo. Pudo contar los latidos de su corazón y cómo se debilitaban.

 

Reparó en que él se acercaba porque cada larga zancada tenía la resonancia de un trueno. Observó que se llevó las manos a la cara como si quisiera esconderse, dejar de verla.

 

—¿Qué me pasa? —No supo si habían salido las palabras, aunque creía que sus labios se habían movido.

 

Él se acuclilló para acariciarle la mejilla, pero ella no sintió el toque, el peso de sus dedos. El frío la acosaba desde el interior. Sentía sus órganos congelándose, después petrificándose. Buscó su mirada, pero no logró tranquilizarse al ver que el terror había endurecido sus hermosas facciones.

 

—Ayúdame —imploró antes de que la oscuridad se cerniera sobre ella.

 

 

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